dimanche 29 mai 2011

Oubliée...

Fijó sus ojillos en la puerta de madera, con una avidez gastronómica, sintiendo un hormigueo inquieto recorriendo las plantas de sus pies desnudos, que fue secundado por un estremecimiento bajo su vestido de franela.

Estaba de nuevo frente al estudio de pintura del piso de arriba, en cuyo habitáculo pasaba su padre interminables horas; día tras día, noche tras noche.

Poco a poco había ido espaciando la frecuencia con la que, en raras ocasiones, abandonaba aquel santuario. Ya ni siquiera bajaba al salón a comer.
Convivían en la misma casa, pero, menguantemente, él se había convertido en un fantasma al que solo aquellas paredes separaban de la realidad.

Al parecer prefería flotar en aquel engendrado mundo de pintura antes que ahogarse en el de su propia familia.
Algo que la pequeña no terminaba de comprender.

Añoraba la sencillez de ver aquella figura alta y taciturna que, paradójicamente, acostumbraba a llenar las habitaciones con sus silencios.
Pero para ella se había tratado siempre de silencios cálidos y curiosamente protectores.

Ahora, en cambio, debido a las continuas ausencias de su hermano y a las prolongadas estancias en cama de su madre, la casa se había sumido en una suerte de sopor sombrío carente de música.
Probablemente fue esa la causa, y no otra, de que a la joven se le ocurriese sepultar esos silencios a base de palas de arena compuesta por palabras atropelladas, torpes , rápidas y con tintes de incoherencia en las que, como de costumbre, la única engañada era la propia culpable, pues tan solo ella escuchaba aquellos incesantes borbotones infantiles.

Anhelando ver de nuevo la silueta respetuosa que personificaba la calma al compás que el ardor y la pasión por una obsesión, giró el picaporte con relativa seguridad, a pesar de las advertencias que su madre solía darla en lo referente a irrumpir en la escena de trabajo de aquel hombre.

La visión del luminoso estudio, que en su día tan colosal la pareció, la hizo rememorar el cuento de Alicia en el país de las Maravillas, pues o ella había crecido demasiado o el tamaño de aquel espacio de había reducido velozmente desde la última vez que la chica pisó aquel suelo.
Aunque era obvio que esta peculiar impresión se debía al desbordante número de lienzos que se apilaban, unos contra otros, en las paredes, en el suelo, en las esquinas, al igual que soldados anárquicos diseminados y vencidos tras una cruenta masacre.
El pintor debía ser capaz de producir obras a cantidades industriales para haber llevado al cuarto a tal extremo de ocupación.

La niña caminó cómo pudo entre los cuadros, adentrándose en aquel templo cuyo único dios al que adorar era el arte, resultándola harto complicado el avanzar sin pisar la esquina de algún lienzo, un bote de pintura o un pincel de los muchos que había esparcidos en aquel desorden.

La luz entraba difusa por los amplios ventanales cubiertos por una fina capa de polvo acumulada durante los últimos meses, en un filtro plomizo, dándole a cada uno de los cuadros unos tonos sepia propios de esas entrañables fotografías de los años 20, que a pesar de todo no reducían el impacto emocional que causaba ver la naturaleza de aquellas pinturas.

Escenas oscuras, que tronaban a la vista al igual que una tormenta eléctrica en una noche africana, todas ellas dispuestas en composiciones en espiral que obstruían el corazón de quién las contemplase.
Quizá aquella desazón no se debiese tanto a aquellos lóbregos colores, o a la posición de las quimeras que abarrotaban la pintura, como a la silueta vaporosa que aparecía en todos los cuadros sin excepción, unas veces de forma tenue y en otras protagonista indiscutible de aquella esperpéntica obra teatral.
Un espectro en forma de mujer desnuda compuesta de delicadas pinceladas blancas que rasgaba el lino tensado y carcomía la negrura sobre la que había sido modelada, como si obviase al mundo que debía ser admirada.



De forma casi imperceptible, un leve gruñido tras ella sacó a la pequeña de esa encandilación a la que la tenían sumida las sórdidas estampas, obligándola a girarse y a que sus inocentes ojos se parasen sobre el corrompido y esquelético cuerpo que yacía como un ángel caído entre los cuadros, hacía el que se aproximó con lentitud y un temor intimidatorio, hasta ponerse de cuclillas a escasos centímetros de él y escanear su demacrado rostro con visible preocupación.

Un rostro que, aun conservando esos ojos finamente rasgados, aquellos pómulos atractivos y sobresalientes, y la habitual perilla rodeada por una incipiente barba de varios días; había perdido todo rastro de ternura.

El corazón palpitante de la muchacha, que retumbaba en el silencio del estudio como mil tambores japoneses, menguó su hilarante ritmo al comprobar la respiración de su tendido padre, quien torció con levedad una mueca que daba a entender que sus sueños, o mas bien sus pesadillas, no diferían mucho de las escenas que mostraban sus pinturas.

Los finos y cortos dedos de la niña se entrelazaron con devoción entorno al ondulado y bruno cabello de su progenitor, en un delicado y tierno intento por calmar sus malos sueños, siendo solo interrumpida al ver que una sombra arrojada por aquella luz diáfana se proyectaba sobre ellos, a espaldas de la muchacha.

-Será mejor que no le importunes. Tan solo está cansado. Necesita dormir … No deberías estar aquí, tesoro.

Y fue la primera vez que escuchó esa serena y peligrosa voz que tan dolorosa e incesantemente la perseguiría pocos años después.
Y al voltearse observó por fin la escultural, ondulante y hermosa dama, vestida únicamente con una toga blanca y vaporosa que se fundía con su piel y que la hacia parecer una verdadera diosa griega.

Y entonces supo, sin lugar a dudas, que aquella mujer que llenaba la habitación con ese olor a flores veraniegas que tan dulce la pareció, no era otra que la exótica silueta infiltrada en todos y cada uno de los cuadros, y con la cual su padre parecía estar arraigadamente obsesionado.

A pesar de aquella mirada de plata, terriblemente severa y tierna a la vez, y de las palabras que encerraban en su tono una orden indiscutible de que la joven abandonase el lugar, sus piernas amedrentadas seguían enraizadas al suelo, sin moverse, y, cuando por fin logró hacer amago de reaccionar e incorporarse, el despertar del hombre la detuvo.

Éste se revolvió en mitad de su profuso sueño, y finalmente despegó los parpados en un gesto fugaz que hizo que a su hija la recorriese un estremecimiento helado, que no fue causado precisamente por su repentinidad, si no por la forma en que aquel par de iris aguamarinos la miraron, tan parecidos y a la vez tan kilométricamente lejanos de los de su hermano, que solían desprender amor en estado puro cuando se cruzaban con los de ella.

Los de su padre, en cambio, no trasmitían absolutamente nada. Ni tan siquiera destilaron el desinterés hastiado con el que tantas veces la había mirado a ella o a su familia.

No. Aquello era mucho peor.

Se trataba de una mirada atónita, sorprendida, evasiva, de irrelevante vacuidad.
Simplemente fue como si la viese por primera vez.
Como si mirase a una desconocida.

Una vez que volvió en sí, aún con aquella desconcertante y desagradable sensación sobre los poros de su piel, la chiquilla se apresuró a salir del estudio atropelladamente, tropezando con un par de cuadros al salir, mirando en un ultimo pestañeo hacía el interior para ver cómo las caricias que antes ella misma le había prodigado a su padre eran sustituidas injustamente por las de aquella extraña mujer.



Y abandonó aquella habitación con un sabor a herrumbre en la punta de la lengua y acompañada de la visceral y aterradora certeza de saber que aquel hombre no había reconocido ni reconocería a su propia hija.

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