Por primera vez en su vida, añoraba tener algo tan odioso como era para ella un reloj.
Por primera vez necesitaba escuchar ese insistente tic tac de las agujas golpeando el tiempo, estigmatizando cada segundo.
… En caso de que los segundos existiesen realmente, tal y como los conocemos, en aquella apática y silenciosa realidad.
Porque nada parecía indicarla con seguridad que entre aquellas lóbregas paredes transcurriese el paso del tiempo.
Desde que había despertado bien podrían haber pasado de un par de horas a un par de semanas, tal era su desconcierto e inexactitud.
Lo único que parecía rendirse a una clemente transformación y al curso de los minutos era su propio cuerpo, que se había vuelto pesado, como si su vida y sus huesos se hubiesen convertido en plomo, apropiándose de ella una extraña debilidad y un profundo cansancio.
Y luego estaba ese dolor.
Un dolor que al parecer no tenía intención de abandonar su pecho. Se había instalado en sus pulmones para ir descuartizándolos desde dentro, a base de punzadas.
Un dolor que, pensándolo bien, prefería mil veces antes que a la desgarradora soledad que se respiraba en el aire.
Aterradora. Lacerante. Ostentosa.
Y es que si hay algo peor que estar solo es sentirse solo.
Y ella se sentía mas sola que nunca.
Aquella percepción de abandono que se colgaba de cada poro de su piel, columpiándose peligrosamente, era tan solo calmada cuando Ella estaba a su lado.
Aparecía cada poco tiempo a través de uno de esos inquietantes muros, como un sutil y mudo fantasma, envuelta en aquel vaporoso humo cetrino, llenando aquel reducido espacio con su implacable presencia.
Solía aproximarse a ella con el mismo sigilo con el que aparecía, entonándola antiguas canciones al oído en su extraña y arcana lengua que recordaba al crepitar del fuego, murmurándola, hablándola, acariciándola las mejillas y peinándola el pelo con sus largos y esbeltos dedos; como si de una muñeca se tratase, en mitad de un extraño complejo materno o de niña que juega a ser madre.
Y la susurraba …
La susurraba aquella inequívoca verdad que bien sabía que la mantenía atada y a su plena merced.
Palabras que la hacían vulnerable y esclava voluntaria de la musa.
“Las personas se desvanecen.
Se pierden en el tiempo, en las circunstancias.
El amor humano se agota.
Tiene un límite.
Una fecha de caducidad que te termina destrozando el alma.
Pero yo estoy aquí.
Antes, ahora y después.
Por ti.
Y no te pienso abandonar.
Soy la única que no te va a dejar sola.
Porque no puedo hacerlo."
Y ella lo sabía.
Conocía aquella verdad en la que se enraizaba todo su sometimiento.
Y sabía que necesitaba a la musa tanto como la musa la necesitaba a ella.
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