Llevaba toda la semana sumergida en el mismo lienzo, en la misma pintura; y, a pesar de que la faltaba fuerza y ánimo para dibujar, debido a su enfermedad, aquella tarde se había decidido a terminarlo.
TENÍA que terminarlo.
La insistencia de la musa no dejaba lugar a dudas, y obviamente no se atrevería a desobedecerla … no después de lo que aconteció la ultima vez con su hermano.
Ya la quedaba poco.
Tres, cuatro o cinco intuitivas e involuntarias pinceladas mas bajo el magnético y ondulante influjo de la musa, y por fin lo habría terminado. Y entonces, o al menos esa era la esperanza que su corazón albergaba, conseguiría calmarla y dormirla de nuevo en su interior.
Una vez que lo consideró acabado, retrocedió unos pasos, apartándose del lienzo, de notable tamaño, con el fin de admirarlo mejor.
Fue como si lo viese por primera vez.
Clavó las pupilas en aquella mezcla de tonos ocres, cobalto y magmáticos azules, inquietantemente hipnotizantes, y se sintió mareada, pequeña e insignificante ante aquel imponente y macabro templo en ruinas sobre un fondo oscuro y estrellado.
Aquella profundidad en dos dimensiones no era algo normal.
Al encararlo se sintió al borde de un precipicio, mirando hacia abajo, tan cercana al vacío que, éste, con las garras invisibles de la gravedad, parecía atraerla hacía él para acogerla en el abismo.
El vértigo se enraizó en la boca de su estomago en el mismo momento en que cruzó su mirada con el terror que se agazapaba entre las sombras de aquellos trazos, como un cazador que espera el momento apropiado para entrar en acción.
Tras esto supo que no sería capaz de sostenerse a si misma en pie. La simple presencia de la pintura la aplastaba de una forma casi literal.
Y sin poder hacer nada por evitarlo, aquella sensación finalmente la arrastró y la presionó hasta dejarla sin oxigeno, haciéndola caer.
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