Las notas ascendían por las escaleras y trepaban por las paredes, casi palpables.
Sin detenerse, los acordes pasaron incluso por debajo de la puerta de la habitación, llegando hasta sus oídos.
La niña agarró con fuerza la muñeca de porcelana con la que jugaba en ese momento y escuchó con una atención devota.
A pesar de sus apenas cinco años sabía distinguir a la perfección a los responsables que tenían por costumbre llenar la casa de música.
Diferenciaba con una facilidad asombrosa las notas producidas por las dulces manos de su madre, que casi acariciaba las teclas; y virtuosismo rápido y rítmico, casi delirante, del que hacia alarde su hermano.
Pero aquello era distinto. Estaba segura de que esa cimbreante forma de tocar no provenía de ninguno de los dos.
Sigilosa, arrastrando sus pequeños pies descalzos sobre el entarimado de madera, y sin soltar por un segundo su muñeca, bajó hasta la sala en la que descansaba aquel gigante de dientes blancos y negros que tejía fabulosas melodías.
Se quedó parada en el umbral de la puerta, sin llamar la atención, sigilosa y algo encogida sobre si misma, observando con interés y curiosidad al chico de pelo azul que se encontraba de espaldas a ella, sumergido en los compases que sus manos iban creando, al ritmo binario del metrónomo que descansaba sobre el lomo del piano, mientras su madre le miraba con un brillo de ternura y orgullo en los ojos.
En aquel momento su pequeño corazón no tenia cabida para los celos. Simplemente estaba lleno de fascinación hacía el extraño muchacho.
Obviamente no era tan bueno como su hermano. A su parecer nadie sería nunca tan bueno como Quennel. Pero su música, su forma de tocar … la cautivaba.
Tan ensimismada estaba con la cadencia que rebotaba contra las paredes de la sala, que ni se percató de que la muñeca que sostenía entre las manos se fue escurriendo, como si el ardor de la música la hubiese afectado a ella también haciéndola perder la consciencia, hasta caer con un golpe seco contra el suelo.
El chico dio un respingo, levantando las manos de las teclas, haciendo desaparecer el hechizo de las notas que aun resonaban en la habitación, girándose hacía el lugar del que había provenido el ruido, cruzando sus ojos negros con los castaños de la muchacha, casi tímido.
A ojos de una niña de su edad, el desconocido le pareció excesivamente mayor, pero no era mas que de un niño de facciones suaves.
Tras un momento de duda, el chiquillo se levantó y se aproximó lentamente hasta la joven, agachándose para recoger la muñeca que estaba frente a los pequeños pies desnudos de su dueña.
Ella, siguiendo sus movimientos con la mirada, sin abrir la boca, quizá con la misma timidez que él, se fijó entonces en que la frágil y pálida cara de porcelana se había resquebrajado notablemente con el golpe.
Su madre los miró a ambos, aun desde el piano, haciendo un leve gesto a su hija para que se retirase.
Aunque sabía que no la gustaba que la interrumpiesen mientras daba clases, no pudo evitar quedarse por un momento allí plantada, clavando su mirada inocente y sus grandes ojos en el muchacho, no por ninguna razón en especial; simplemente aguardando a que la devolviese su muñeco. Pero éste se limitó a sonreir, una sonrisa sutil y comedida que pronto se volvería para ella tan familiar como el respirar, dandola luego la espalda y para dirigirse de nuevo hacía el piano con su valioso tesoro en la mano, al parecer sin intención de devolvérsela.
La chica regresó a su habitación con aire desconsolado, dibujando un mohín en la boca, al borde del llanto.
Al menos, se dijo a si misma, ya sabía algo de aquel desconocido. Algo que no la gustó en absoluto.
Se trataba, indiscutiblemente, de un sucio ladrón de muñecas.
La muchacha miró hacia los lados, con cierta desconfianza, y finalmente se agachó y la cogió con cautela, como si en vez de un sencillo juguete fuese una bomba de relojeria, examinándola.
Pasó sus menudos dedos por el cerámico rostro, antes fragmentado, ahora torpemente reparado, y una sonrisa afectuosa y tierna asomó a sus labios.
Se había equivocado. No era un vulgar robo como ella pensaba.
Y al parecer el chico tampoco era uno de esos indecentes rateros.
Se trataba de un peculiar ladrón.
Un ladrón de muñecas que robaba para sanar.
"Nunca le quites valor a nadie, guarda a cada persona dentro de tu corazón, porque un día podrás acordarte de ella y darte cuenta de que perdiste un diamante cuando estabas muy ocupado coleccionando piedras..."
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