vendredi 6 mai 2011

Le voyage

La ristra de letras y números imprimidos mecánicamente en el pequeño y rectangular trozo de cartón plastificado que tenía pillado entre los dedos la hacía sentirse aún más estúpida.
Aquella información desdeñable y objetiva se quedaba corta.

Un billete solo de ida.
Con una fecha.
Una hora.
Y un destino: Toulouse.

Suspiró y, sin levantarse del banco, recorrió con la vista el andén que fluía ante sus ojos y se expandía hacia los lados, perdiéndose en el horizonte, mientras, Tobermori, su gato, se revolvía inquietamente en el interior de la abultada mochila que yacía entre sus pies, a la espera, igual que ella.

Aún no tenía la menor idea de cómo había llegado hasta ese punto ni por qué.

El caso es que se había deshecho del presente para poder reconstruir su pasado.

Tenía la necesidad de reunir de nuevo todos los recuerdos que su atrofiada mente había ido deshilachando y arrinconando en ese viejo cajón del olvido, y convertir esas inútiles y enmarañadas madejas de reminiscencias en un fascinante tapiz tejido a mano en el que poder leer, o al menos intuir, las respuestas a las preguntas que la atormentaban.

O quizá esa absurda esperanza no era más que una excusa para si misma.

¿Por qué precisamente a Toulouse?

Se había repetido en numerosas ocasiones que en aquella vieja ciudad ya nada la quedaba.
Todo lo que deseaba, todo lo que necesitaba, todo lo que amaba, estaba allí, en España.

Y ahora pensaba dejarlo atrás por un impulso.

Por un absurdo arrebato.
Por inseguridad.
Por miedo.

Por el temor a equivocarse de nuevo, a arriesgarse, a fallar, a la decepción.
Temor a la soledad, al dolor, a no estar a la altura de la vida, a las heridas, y a herir a los demás.
A ese vacío que no sabía como llenar, a perder a las personas que quería, al pasado y al futuro.
A olvidar y ser olvidada.

Eran todas esas incertidumbres las culpables del capricho de querer huir del mundo.

Siempre hacía lo mismo.
Huir cuando las cosas iban mal.
Supuso que era algo genético, que le venía de familia.
Algo de lo que no estaba orgullosa pero que tampoco podía evitar.



El panel electrónico de letras rojas, casi desafiantes, que flotaba por encima de su cabeza, anunció la llegada del tren.

Con una exhalación insípida y determinada, la joven se incorporó y se echó la mochila al hombro, evitando los movimientos bruscos que pudiesen lastimar al felino que se alojaba dentro, mientras su mano palpaba por encima el bolsillo derecho de sus desgastados vaqueros.

Allí, envuelto en un pañuelo de tela, iba, atesorado, la piedra de tacto pulido y suave que Válar la había confiado.
El último detalle material que la unía con su vida presente, puesto que del resto se había deshecho junto a un par de sencillas cartas que había dejado únicamente a esas dos personas que tanto amaba.

El tren paró ante ella con un sonido de maquinaria pesada, abriendo sus puertas en una generosa oferta para que comenzara su viaje, y por un momento la asaltó de nuevo esa indecisión, esas dudas, ese odioso y familiar titubeo …

Pero el roce de las yemas de sus dedos con la superficie de la valiosa piedra que llevaba en el bolsillo pareció calmarla, y finalmente avanzó con resolución, entrando en el vagón.



Las puertas correderas se cerraron mecánicamente tras ella, indicándola que ya no había vuelta atrás.

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