jeudi 18 août 2011

Mèches de café

-Mami, ¿me peinas?

Fue lo que formuló la golondrina de otoñales cabellos al colarse en la habitación, provista con un cepillo de cerdas artificiales en la mano y simulados movimientos de ratón que la llevaron a sentarse con peso de pluma en el borde de la cama en la que su madre se abandonaba sol tras sol y luna tras luna.

La noche anterior sus sueños habían sido poblados por liendres, piojos, garrapatas, cáncanos y todo un desfile de carenciales parásitos anidando en sus gruesas trenzas, quimera falaz que al despertar dejó de recuerdo una melena llena de nudos y enredos.
Nudos y enredos que ahora combinaban cabalísticamente con los afianzados en su médula.
Nudos que, por primera vez, aquellas manos melismáticas de pianista, que habían poseído el don eterno de deshacer marañas, no podrían desenredar.

Innumerables veces desató el miedo, la inseguridad, el anhelo, la nostalgia, las indecisiones, con solo tirar pulcramente del extremo del intangible cordel, con pericia de maternal hechicera ártica que funde lacerantes ventiscas.

Pero sus gráciles dedos se consumían, abjurando música, arrojados al derrotismo contra su propio y literal nudo en el estomago, en una contienda en la que se había dejado ganar y la única victoriosa sería una futura metástasis final. 
No volvería a exterminar lazadas. 
Ni siquiera para su hija.

-Noira, cariño, ahora no puedo. Madre mía, mírate, ¿pero qué haces para despeinarte de esa forma?-Cada movimiento, cada mirada, cada córvida vibración de su  decadente cuerpo dejaba  atisbar los desgarros de su nudo interior. Posó una de sus ahora inútiles manos sobre la de la niña, girándose hacía ella entre los almohadones, en un gesto que la supuso un notable esfuerzo-¿Por qué no se lo pides a tu hermano?
-…Claro…-Como tantos otros, aquel día su hermano había desaparecido, en lo que constituía ya una suerte de  rutina cíclica.

No se quejó. No se lo reprochó. Tampoco se enfadó. Nunca podría.

 Simplemente aleteó de nuevo hasta salir de la habitación, conteniendo la respiración en una apnea personal que trajo a su mente una decisión tempestuosamente fraguada.


Horas mas tarde los pies descalzos que accedieron de nuevo a aquel cuarto esperaban sostener algo distinto a lo que había salido de él.

Los mechones tonalidad café moca se prendían como innovadores broches a los hombros desnudos de la niña, precediendo el leve y molesto picor que producían al rozar la piel que el vestido rojo de tirantes no cubría.
Vislumbró el rostro en apariencia dormido de su madre. Solo en apariencia. Sabía que para ella dormir era sinónimo de incesantes gemidos y pesadillas nocturnas. En cambio en ese momento solo respiraba.

-Mamá … Mira que guapa estoy.
La mujer separó los parpados de pestañas danzantes para mirarla, para exhibir una pátina apagada en  sus fatigados ojos oscuros, aderezados con la sorpresa y una amarga tristeza al ver uno de los mechones escurrirse hasta la tarima del dormitorio.

Y aquel ser enfermo con un caracol cáustico en su interior comprendió de forma natural y tiernamente intuitiva el acto de rebeldía y sacrificio de su hija al tomar la decisión de cercenar sus largos cabellos. 
Supo que las trenzas que con tanto orgullo lucía siempre la chiquilla no tenían mas valor que el tiempo que invertía junto a ella para cepillarlas y trenzarlas.
Supo que cada mechón vertido era un nudo de dolor que caía por ambas. 
Y supo con claridad profética que la niña no dejaría crecer su pelo hasta estar segura de que su madre podría peinárselo de nuevo.

Algo tan absurdo y simple podía encerrar un significado tan grande.

Y sonrió, esquivando agujas.
-Si que estás guapa, si.



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