Y no hay mayor ficción que las letras impresas sobre el papel.
No hay mayor ficción que los libros.
Esos pequeños gorriones llenos de vida que te enseñan a volar a cambio de que les dejes dormir bajo tu almohada para que te susurren sus historias mientras duermes.
Aquellos cuyos lomos acaricias con ternura para palpar sus latidos, cuyo volumen abrazas ante el frío buscando ese calor comparable al de cualquier ser humano.
Los que enseñan, los que muestran, los que guían, los que instruyen, los que obsesionan.
Los que nos arrojan a culturas imperecederas que algunos sólo somos capaces de besar a través de las palabras.
Los que nos muestran la verdadera belleza oculta de las cosas.
Porque cada libro multiplica el mundo, y cada personaje que aparece en él respira entre sus páginas acompañando nuestro pecho según leemos.
Porque saben bien cómo enamorarte.
Y a ella eso no se le olvidaba.
Al igual que no era capaz de olvidar los trazos pasados de Reverte, los nudos de Cortázar, el erotismo silencioso de Nabokov, el surrealismo atrayente de Pizarnik, el romanticismo exótico de Bécquer, la inocencia candente de Exupéry o Barrie, el dramatismo de Lorca, los lazos psicológicos de Hesse, la sencilla evaporación de F.Cooper o la realidad ácida de Murakami.
Consumía frases como método terapéutico contra la rutina y como ansiolítico contra la soledad y los días de lluvia.
Y los de sol también.
Si entraba en una biblioteca era incapaz de salir hasta que hubiese recorrido todos los habitantes con las yemas de los dedos, captando sus recuerdos y vivencias.
La verdad es que ya no era capaz de concebir su vida sin las palabras.
"Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas,
y una voz cariñosa le susurró al oído:
- ¿Por qué lloras, si todo
en ese libro es de mentira?
Y él respondió:
- Lo sé; pero lo que yo siento es de verdad."
Ángel Gonzalez